viernes, 3 de septiembre de 2010

Los ruidos de la calle


Hoy me he pegado un madrugón de los buenos. De esos de los de estudiante. Pero estudiante de verdad, no de los de esta última etapa de universidad en que cambiamos la matrícula más de cinco veces para evitar las clases tempranas. De los madrugones de instituto os hablo, de los de mochila repleta de libros, espalda dolorida y granos en la frente.

Me he levantado temprano para encauzar alguna que otra cosa que ayer estaba perdida y por la que ayer no tuve tiempo de tomarme esto del escribir en serio y decidí saltármelo a la torera.

Pues bien, volviendo de la universidad, callejeando por Granada, he descubierto los pequeños cimientos sobre los que se basa el "despertar de una ciudad".

Cuando la calle aun duerme, con ella duermen los coches, los barrenderos y las persianas de las tiendas, que permanecen extendidas como los párpados de un niño cansado. Se puede pasear con alegría y oír cada pequeño chasquido, cada loseta suelta. Más tarde, los primeros camiones, cruzan el asfalto frío que bosteza.
Las persianas de los comercios se abren sin cuidado, llenando el aire de estruendos desagradables que amargan a uno el despertar en un viernes. Las primeras personas caminan con paso acelerado por las aceras, y los repartidores de periódicos vuelven perezosos, buscando un nido vacío donde descansar. La luz de la calle es blanca, entonces, y comienza a oler a pan. Salen los primeros coches de los garajes ruidosos, y el claxon resuena filtrándose por entre el canto de los pájaros que anuncian un nuevo día.

Y... ¡voilá! un día más en la continuidad de esta vida. Una mañana que ya se ha presentado, antes de escurrirse entre los dedos aun encogidos por el sueño. Un nuevo comienzo, una nueva oportunidad para encontrar bajo los baldosines la felicidad anhelada.

¡Buenos días, haditas! El taller ya está abierto, ¡a trabajar!

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