miércoles, 19 de junio de 2013

Los libros que encontré

Vagabundeaba una tarde de otoño con Bárbol al lado tirando como diablillo inquieto, cuando empezó a chispear una lluvia fina que tintineaba sobre los contenedores y las bolsas arrastradas por el viento a los comienzos de las aceras. Morían las nubes en un trocito del cielo de Alcalá, que es un cielo con no pocos colores, pero más pequeño del que se deja ver en el sur. Refugiándome un poco en los soportales de bancos y comercios di a parar con un una bolsa de libros que habían sido abandonados a su suerte, -una suerte que pintaba húmeda justo a esa hora de la tarde, pensé-. Sin dudarlo, cogí aquel pesado hallazgo y volví a casa como si acabase de encontrar un tesoro recóndito. Bárbol me miró con desilusión al percatarse de la fugacidad del paseo, y arrastró las patas por las escaleras hasta llegar a la segunda planta.

Me froté las manos para secar las pocas gotas que podían quedar, y descubrí escondidos en aquella bolsa de plástico verde botella catorce obras de una diversidad majestuosa. Desde el diablo cojuelo hasta una guía de viaje de los pueblos negros de Guadalajara, pasando por un par de entregas de la revista Selecciones que databan del año 1979 y 1982. El principito, las incógnitas del triángulo de las Bermudas, un pequeño recetario sobre hierbas para mejorar el colesterol, una novela de Ágatha Christie, una novela negra titulada "Requiem por una rata", cinco tomos diminutos de una enciclopedia, incluso una biografía de Hitler. 

Cuando descubrí semejante tesoro no pude comprender quién querría desprenderse de él, pues la mayoría de las obras eran dignas de al menos un espacio en una estantería, un poco de tiempo dedicado en una tarde de domingo, un poco de esperanza, lejos del vertedero. Y pensé que quizá alguien quería que otro disfrutara de ese popurrí literario, así que las coloqué en una balda de madera que tengo justo a la entrada de la casa. 

La biografía de Hitler tenía algunas hojas arrancadas, pero pensé que era precisamente el que más pereza me daba de los catorce, así que no me dio pena. 
Hoy, después de algunos meses conviviendo con sus pastas y sus letras, he decidido comenzar el Diablo Cojuelo, y cuál no ha sido mi desilusión al encontrar que la novela está inacabada, faltan algunas hojas del final. Puede que su antiguo dueño quisiera conservar tan sólo los trozos que más le gustaron de cada una de las obras, con el fin de recuperar un poco de espacio en casa. 

Ahora me da pena deshacerme de él, así que creo que me leeré la parte que me ha tocado, quizás no esté preparada para su final y esté predestinada a leer sólo hasta la página 104. La cuestión es que encontré millones de palabras dentro de una bolsa de plástico, y eso es mucho más de lo que tenía ese mismo día por la mañana. Bárbol se quedó sin paseo y yo encontré millones de letras encerradas dentro de un verde botella que tintineaba como un condenado diablo. Puede que fuera el mismo Diablo que he comenzado a leer hoy, esa tarde de otoño peleaba con uñas y dientes por salir de allí, anhelando ser leído una vez más, aunque su final fuera incierto eternamente.