miércoles, 22 de septiembre de 2010

Cacao


Mi abuelo comenzaba muchas de sus leyendas situando al lector en una calle de Granada. Tenía un modo muy peculiar y a la vez delicado al escribir. Cuando empiezo un escrito siempre tengo la tentación de colocar en primera línea el nombre de la avenida o la zona en la que quiero ubicaros. Normalmente suelo borrarla y empiezo a escribir de nuevo. Puede que sea el temor absurdo a que quizás sea él quien escribe con mis dedos.

Hoy, como capricho para mí , o para él, voy a iniciar mi anécdota, como él lo haría. A lo mejor lo esté haciendo aun.


Bajando por la calle Zacatín, en dirección Puerta Real, al poner tan sólo un pie en el límite en el que se abre la Plaza Bib-Rambla, encontré, hace un par de días, un mercadillo pequeño y en construcción.

La Plaza de Bib-Rambla, en Granada, siempre ha sido, desde cientos de años atrás, un lugar habilitado para el mercado de todo tipo de alimentos y especias. Con el paso del tiempo, estos puestos de alimentos fueron dando paso a pequeños puestos de flores, que se mantienen abiertos hoy en día. No obstante, de forma puntual, se suelen colocar en esta zona ferias gastronómicas de todo tipo. Mi preferida era la feria Medieval. Y digo "era" porque si el mercado que he descubierto sigue en crecimiento puede que desplace, después de tanto tiempo al número uno en el puesto.

Como iba diciendo, hace un par de días, bajaba de hacer una de mis visitas matutinas a las responsabilidades diarias, cuando me topé con un par de puestecillos semiabiertos. Pensé que sería el comienzo de una gran feria. Pero hoy he descubierto que me equivoqué.

He de reconocer que hoy he vuelto porque me encantó la primera experiencia.
Ponía en un cartel mediano: Feria del Chocolate, y yo me dejé llevar por la gula. Me acerqué a uno de los dos tenderetes y encontré chocolate hasta en el toldo. Chocolate con nueces, con avellanas, pistachos con chocolate, chocolate en polvo, en barritas y por supuesto en tabletas. Chocolate para fundir y para probar en el momento y.... (he aquí el descubrimiento) cacao para infusiones. Extrañamente, ésto fue lo que más me llamó la atención, y lo que me compré sin reparar en gastos. Una bolsa cargada de pieles de la semilla del cacao, esperándome para ser hervida y tomada a diario. Casi me atrevería a decir que el destino puso esa bolsa allí. Después de escuchar a la tendera con entusiasmo y de empaparme bien de todos los beneficios que aquella bolsita poseía, la pagué y la llevé en la mano todo el camino de vuelta a casa, como quien luce un tesoro de no muy buen aspecto.

La he bebido y he de decir que el sabor es ante todo exótico, africano, un poco dulce y se asemeja a eso que llamamos chocolate. Me gusta.

Hoy, el reencuentro con el mercado ha sido menos íntimo. Más gente, más ruido, de noche y la señora había desaparecido, inteligentemente, ante la situación que os represento. Mi madre ha comprado tabletas y algunas varillas de chocolate, y yo me he limitado a mirar en segunda fila y a olisquear un poco, intentando captar aunque fuera un aroma que colocara al Mercado Medieval en segunda categoría. Nada de nada.

Me he alejado del lugar con un sentimiento vano y ligero. Ya en casa, al pasar por la cocina he echado un vistazo a la bolsa de cacao y creo que ella me ha devuelto la mirada. Que se quede tranquila, no pienso que sea como las demás bolsas, esas que hoy esperaban soberbias a que algún ricachón las comprara.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Mi fruta es mía


La verdad es que me he acostumbrado a estar sola. Tengo una cama de dos metros a la que ya le he cogido el punto y en la que puede que no haya sitio para una segunda persona. Estoy sola, y no me siento mal al decirlo.

Las camas pueden ser ocupadas por la individualidad de uno mismo, por sus recuerdos y sus pasos hacia adelante, por sus metas, sus declives, sus penas y sus pasiones, por sus libros, sus desventajas y un largo camino recorrido por puntos suspensivos. Cuando en la cama hay una vida entera hay veces que no se nota la ausencia del número par.

Mi soledad es caprichosa, y aunque a veces me traiga disgustos estoy empezando a cogerle el tranquillo. Se conforma con las ausencias momentáneas. A veces es exigente, y no se conforma con la individualidad cuando se presenta alguna decisión importante en el camino.

Sé que hay momentos en los que compartiría mi plato, mi vaso, mi abrigo, mis canciones. Son esos momentos de tardes de risas, de noches de conversaciones cósmicas y de bailes hasta el amanecer.

Pero, a ratos, cuando la euforia da lugar al sosiego, la independencia me abraza con fuerza y me regala un libro, un teclado, una idea fugaz que brilla. Y me entretengo sin echar en falta a nadie, o quizás, echando en falta a aquellos que se antojan irremediablemente lejos.

Es bueno de vez en cuando hacerse con una buena tiza y saber dibujar una línea que marque bien los límites de aquellos valores que corren el peligro de perderse, cuando nuestra vida es tan solo nuestra. Y de nadie más.

Tengo la tiza en la mano, y te diré, a tí, que lees estas líneas, que me encanta la fruta antes de irme a dormir... y que normalmente no la comparto con nadie, pero que también he de aprender a deshacerme de ese plato. Así que hoy, si quieres, mi fruta también es tuya.


Buenas noches, duendes.



*Foto: Frutas de verano. La Alpujarra convierte en manjar todo lo que allí se cultiva.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Calabazas y nueces


Estoy recién llegada a Granada. De vuelta a esta ciudad pequeña que se prepara para el comienzo de las rutinas.

Hoy huele a otoño y no me he resistido ante la tentación de una docena de calabazas que esperaban, tranquilas, ser compradas. Hemos vuelto mi madre y yo cargadas de trozos de calabaza naranja.

Luego, en la cocina, el naranja llenaba la habitación, y un sin fín de fuegos, cacerolas y sartenes ocupaba casi todo el espacio.

El otoño llama a la puerta, y es inmejorable la tarde si la pasamos entre tablas, humos, cucharas de madera, calabazas y Loreena Mckennitt. Así, sí puedo sentir esta estación.


Un flautista tocaba bajo mi ventana...
y yo recordaba aquellos tiempos en que nuestra mente volaba sin ninguna piedra que la hiciera detenerse. Y yo recordaba las hadas que un día vivieron a mi al rededor, las brujas que se sentaron a mi mesa y los dibujos en las paredes...
y sentí nostalgia, por la niñez pasada.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Los ruidos de la calle


Hoy me he pegado un madrugón de los buenos. De esos de los de estudiante. Pero estudiante de verdad, no de los de esta última etapa de universidad en que cambiamos la matrícula más de cinco veces para evitar las clases tempranas. De los madrugones de instituto os hablo, de los de mochila repleta de libros, espalda dolorida y granos en la frente.

Me he levantado temprano para encauzar alguna que otra cosa que ayer estaba perdida y por la que ayer no tuve tiempo de tomarme esto del escribir en serio y decidí saltármelo a la torera.

Pues bien, volviendo de la universidad, callejeando por Granada, he descubierto los pequeños cimientos sobre los que se basa el "despertar de una ciudad".

Cuando la calle aun duerme, con ella duermen los coches, los barrenderos y las persianas de las tiendas, que permanecen extendidas como los párpados de un niño cansado. Se puede pasear con alegría y oír cada pequeño chasquido, cada loseta suelta. Más tarde, los primeros camiones, cruzan el asfalto frío que bosteza.
Las persianas de los comercios se abren sin cuidado, llenando el aire de estruendos desagradables que amargan a uno el despertar en un viernes. Las primeras personas caminan con paso acelerado por las aceras, y los repartidores de periódicos vuelven perezosos, buscando un nido vacío donde descansar. La luz de la calle es blanca, entonces, y comienza a oler a pan. Salen los primeros coches de los garajes ruidosos, y el claxon resuena filtrándose por entre el canto de los pájaros que anuncian un nuevo día.

Y... ¡voilá! un día más en la continuidad de esta vida. Una mañana que ya se ha presentado, antes de escurrirse entre los dedos aun encogidos por el sueño. Un nuevo comienzo, una nueva oportunidad para encontrar bajo los baldosines la felicidad anhelada.

¡Buenos días, haditas! El taller ya está abierto, ¡a trabajar!