martes, 16 de febrero de 2010

El reflejo en el espejo


Hoy he tenido otra conversación con mi compañera. Hablando sobre ese extraño sentimiento que aflora día a día desde que estamos aquí, he comprendido algo que saltaba a la vista y que no lograba situar.
Últimamente, con esta rutina casi obligatoria que nació con la llegada de las primeras nieves, mi cabeza se sitúa a dos palmos de mí misma jugando a ser un espejo de mi vida. Explicaré ésto con más precisión, aunque sea algo de lo que hoy carezco.
Desde un tiempo a esta parte, me rondan la cabeza todos los éxitos y fracasos que he disfrutado y sufrido a lo largo de mi vida. Han pasado por mi mente cientos de escenas estúpidas, algunas difíciles de encajar, otras que pensaba se habían enterrado en lo más hondo del pasado. Siguen ahí, persistentes como en mi adolescencia. Y mi reacción ante ellas a veces también se torna como en esos años de edad difícil.
De un tiempo a esta parte, han pasado por mi mente, de forma inesperada, todas aquellas personas que me han aportado y que me han robado parte de mi ser. Aparecen, hacen daño y se van con la misma fugacidad con la que llegaron a mi memoria.
Mi conclusión, la conclusión sencilla y breve, que lleva meses bailando frente a mis narices y que ahora consigo adivinar, no es otra más que Varsovia es para mí un reflejo de mi existencia. Reflejo de miedos, fracasos, de personas que ya no están ahí como lo estuvieron durante años (y su lejanía ahora me atormenta), de momentos pasados que creía superados, de situaciones de mi vida en las que me tocó enfrentarme con valentía y sin mirar atrás (las mismas que ahora me toca revivir con la cobardía que no presenté en su momento).
Varsovia me hará fuerte, como ya me está haciendo, pero en el trascurso me clava los dientes, se permite el lujo de meter sus manos frías en el cajón de las cosas olvidadas, de las cosas perdidas y cuando me siento sola se aleja y me observa desde su rincón de forma impasible. Me condena y me recuerda todo lo que he perdido, ocultándome lo que puedo llegar a ganar.
Esta ciudad, que se empeña en ser maldita, no es más que un espejo inmóvil colocado en mi habitación.
Me volveré supersticiosa y no lo haré trizas, por si acaso me persiguiera la nieve durante 7 años. De momento, me sentaré con calma frente al espejo y aceptaré lo que quiera enseñarme.
La que hay ahí no es otra que no sea yo.