martes, 31 de julio de 2007

El Claustro

Desde hace un mes, estoy trabajando en un monasterio construido en la periferia de Granada. Es el monasterio de La Cartuja. Como pasa con todas las cosas, cuando llegué a este lugar, aunque rebosaba ilusión, no tenía mucha idea de su historia, sus costumbres y de las gentes que lo poblaron durante varios siglos.
El primer día, una compañera me cautivó con las leyendas, la historia allí vivida. El voto de silencio parecía que aun se mantenía, en una armonía con la naturaleza en la que sóilo se daba paso el canto de los pájaros y el sonar de una fuente.
Paseando por el hermoso claustro se me contagiaba el amor de las personas que lo habitaron, la fe con que fueron construidas sus paredes, y la paciencia trabajada en la convivencia del día a día.

Las preguntas de las gentes que lo visitan son muy frecuentes, el entusiasmo y las ganas de saber de los turistas, cada día es mayor. Me gusta machacar cada día las historias que me fueron contadas, y parece que de ese modo me acerco más al pasado, cuando aun los cartujos vivían entre esas paredes.

A veces, al cerrar las puertas que dan paso a la Iglesia, busco entre las sombras alguna figura que me resulte familiar, alguna señal de que permanecen en ese lugar las personas que fueron obligadas a abandonarlo. Entre los cantos gregorianos que sacuden sus salas, me gustaría percibir un resquicio de luz en esa historia. Siento que ese lugar quiere transmitirme algo, y no alcanzo a saberlo.

Pero ya es bastante la fuerza que recibo al coger las viejas llaves que me abren paso al lugar, el frescor que se encierra en la Iglesia, y la tranquilidad que invade el patio, alejada de esa masa de ciudad, de ese bullicio y del sentimiento temporal obligatorio en el que vivimos.

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